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REENCUENTRO EN LA LIBRERIA

Mauro divisó la librería y se dirigió rápido en esa dirección. Era cliente desde hacía mucho tiempo, desde la época en que estaba en la universidad estudiando para contador.Se había hecho amigo de Alberto, quien comenzó como empleado en la librería y ahora era el dueño, ya que la había heredado al fallecer su padre.Después de recibirse Mauro, como era de esperar el primer trabajo como contador lo obtuvo de su amigo, quien le pidió que llevara los papeles de la librería.

Aquella mañana, Mauro pasó por el local a tomar un café con su amigo y comenzaron la charla recordando su época de estudios.

—¿Te acordás de Ángela? —le soltó Mauro.

—¡Uh! Ángela, que habrá sido de ella. No la vimos más desde que decidió dejar el profesorado de historia. ¿Qué la habrá llevado a tomar esa decisión, no? Iba tan bien —comentó Alberto.

—Se mudó de casa en esa época. El padre no andaba bien de salud. Ella tuvo que trabajar y por eso dejó los estudios —recordó Mauro.

—Era bien parecida la piba -dijo Alberto.

—Sí, muy linda de verdad —reforzó Mauro—. Una vez tuve la oportunidad de hablar seriamente con ella, de su vida, su familia, lo que le gustaba hacer, de cosas serias y de frivolidades, que se yo. Pero la pasamos bien. Ella decía que estudiaba porque quería darle una vida mejor a los viejos. Yo le dije que estaba bueno hacer lo que a ella le gustaba. Que era bueno que quisiera ayudar a sus padres que tanto habían hecho por ella.

—¡El cabezón Espósito sí que era bravo! —continuó diciendo Alberto.

Mauro se dio cuenta de que no estaba escuchando a su amigo.

—¿Quién? —le preguntó.

—El cabezón Espósito… ¿Qué te pasa? Te quedaste pensativo, no me estás escuchando.

—Me quedé pensando en Ángela. En las charlas que teníamos —contestó distraído Mauro.

—Tengo que hacer un pedido. ¿Me aguantás un rato? —lo sobresaltó Alberto nuevamente.

—¿Eh? Sí, sí, hacé nomás —contestó Mauro.

—Me pidieron unos libros de historia nuevos, son para una profesora que se mudó la semana pasada al barrio —y se quedó pensativo.

—Che, ahora el que se quedó pensativo sos vos. ¿Qué te pasa? —soltó su amigo.

—Desde que vino a pedirme los libros que estoy tratando de acordarme, yo a esa mina la conozco de algún lado. Pero no puedo darme cuenta de dónde —decía Alberto.

—Capaz la encontrás parecida a alguien, solo eso.

Alberto salió para la oficina atestada de carpetas y libros pendientes de ingresar al sistema para poner a la venta. Localizó el teléfono y marcó un número decidido.

Mientras tanto su amigo hojeaba algunos ejemplares que había sobre el mostrador.

Cuando Alberto terminó de hablar por teléfono, Mauro se despidió.

—Bueno che, me voy. Se me hace tarde y tengo bastante laburo. La semana que viene paso.

—Bueno, dale. Nos vemos —contestó su amigo—. Cualquier cosa nos hablamos y nos juntamos a comer un día de éstos.

Sin más, Mauro salió de la librería.

A la semana siguiente, pasó como era su costumbre un ratito por el negocio de su amigo.

Conversaron por una hora, y en pleno debate estaban cuando se sintió el tintineo de la campanita de la puerta de entrada.

Los dos giraron al momento, atentos a quien entraba.

Una mujer muy bien vestida, formal pero sensual en su forma de mirar. Traía de su mano a un niño de unos diez años quizás.

En voz baja Alberto comentó a su amigo:

—Es la profesora de historia que me pidió los libros. La que se mudó hace poco al barrio. Fijáte, mirála bien. ¿No te hace acordar a alguien? Yo sigo pensando que de algún lado la conozco.

Mauro la miró totalmente sorprendido. Esa cara no era fácil de olvidar.

Cuando ella llegó al mostrador, su seguridad era máxima, no había dudas, era Ángela.

Se miraron largamente a los ojos y él solo atinó a saludar.

—¡Hola! —contestó ella.

Alberto los miró desconcertado, preguntándose de dónde se conocían.

—¿Vos sos Ángela, verdad? —preguntó Mauro esperanzado.

—Sí —contestó ella— ¿Mauro, sos vos? —preguntó a su vez.

—¡Sí! —dijo él alegre— ¿Qué haces tantos años, qué fue de tu vida? —quiso saber.

En ese momento, Alberto cayó en la cuenta de porque esa mujer le resultaba tan familiar, pero no la había asociado con ella porque le había reservado los libros con otro nombre.

—Alberto, ¿ahora entendés? —pregunto Mauro mirando a su amigo— ¡Es Ángela!

—Sí, sí —contestó él— Cómo no me di cuenta antes. ¿Te acordás de mí? Soy Alberto —le preguntó a ella.

—¡Uh! no me había dado cuenta de que eras vos —le dijo Ángela—. A veces soy tan distraída.

—¿Asique volviste al barrio? —quiso saber Mauro—. Y por lo que dijo Alberto, deduzco que finalmente te recibiste, ¿no?

—Sí, volví hace un mes, más o menos. Estoy dando clases en la secundaria —dijo ella contenta—. Me movilizó mucho la vuelta pero me hacía falta regresar a mis raíces.

—¿Dónde estabas? —preguntó Mauro—. Nunca supimos adónde te habías ido, perdimos contacto y no tuvimos más noticias tuyas.

—Nos mudamos a Bariloche, mi papá estaba muy enfermo y los médicos nos dijeron que el aire de montaña podía mejorarle un poco la calidad de vida —recordó ella—. Seguí mis estudios allá, me costó un poco más de tiempo recibirme porque trabajaba, pero finalmente lo logré.

—¿Y cómo están tus viejos? —preguntó Alberto— ¿Siguen viviendo allá o se vinieron con vos?

—Mi papá mejoró un poco, pero sus pulmones ya estaban bastante deteriorados, así que al año falleció —dijo Ángela melancólica.

—Ah, perdón —solo contestó Alberto.

—No hay problema, no tenías porque saberlo —le contestó—. Mi mamá con el tiempo lo va superando. Ella se vino conmigo.

—¿Y el pequeño quién es? —quiso saber Mauro.

—Él es Tomás, mi hijo —dijo Ángela.

—O sea que estás casada —aseguró él.

—No precisamente —contestó reticente—. La idea de irnos a Bariloche no fue solo por la enfermedad de mi padre. Algún día te lo contaré —dijo pensativa.

Enseguida Mauro le dijo: ¿Qué te parece si tomamos un café algún día de estos y ponemos al día nuestras vidas?

Ángela le dijo que si, retiró los libros que venía a buscar y se fue.

Una semana después, Mauro y Ángela se encontraron en un café, enfrente de la plaza del barrio.

Comenzaron a charlar animadamente de sus vidas, de lo que habían hecho a lo largo de los años que no se habían visto. Cuando ya estaban aclimatados, Mauro quiso saber más acerca del hijo de Ángela.

—¿Y qué pasó con el padre? —le preguntó.

—Nunca se lo dije —contestó temerosa Ángela.

—Pero ¿sabés quién es? —dijo Mauro al instante.

—Por supuesto que sé quién es. Pero preferí enfrentar sola el problema y no cargar a otra persona con los míos —y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Disculpáme Ángela, no quise hacerte sentir mal— le dijo Mauro tocándole la mano.

Ella la retiró suavemente y se secó las lágrimas con el dorso.

—Nunca se lo dije porque él no quería ataduras ni complicaciones —continuó ella— porque claramente me lo dijo en la cara la tarde que intenté contárselo. Sus palabras me llegaron hondo al corazón, y solo me callé —dijo llorando quedamente.

A Mauro los pensamientos se le agolparon uno encima del otro, recordó de golpe aquella conversación en la que ella le decía que se mudaban.

Finalmente ella soltó:

—Nunca te lo dije, porque el padre sos vos.




Flavia Rago, junio de 2015.

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